Las obras de arte del África negra, frutos de la creación colectiva, obras de nadie, obras de todos, rara vez se exhiben en pie de igualdad con las obras de los artistas que se consideran dignos de ese nombre. Estos botines del saqueo colonial se encuentran, por excepción, en algunos museos de arte de Europa y de los Estados Unidos, y también en algunas colecciones privadas, pero su espacio natural está en los museos de antropología. Reducido a la categoría de artesanía o de expresión folklórica, el arte africano es digno de atención, entre otras costumbres de los pueblos exóticos.
El mundo llamado occidental, acostumbrado a actuar como acreedor del resto del mundo, no tiene mayor interés en reconocer sus propias deudas. Y, sin embargo, cualquiera que tenga ojos para mirar y admirar, podría muy bien preguntarse: ¿Qué sería del arte del siglo veinte sin el aporte del arte negro? ¿Hubieran sido posibles, sin la mamá africana que les dio de mamar, las pinturas y las esculturas más famosas de nuestro tiempo?
En una obra publicada por el Museo de Arte Moderno de Nueva York, William Rubin y otros estudiosos han hecho un revelador cotejo de imágenes. Página tras página, se documenta la deuda del arte que llamamos arte con el arte de los pueblos llamados primitivos, que es fuente de inspiración o plagio.
Los principales protagonistas de la pintura y de la escultura contemporáneas han sido alimentados por el arte africano, y algunos lo han copiado sin dar ni las gracias. El genio más alto del arte del siglo, Pablo Picasso, trabajó siempre rodeado de más caras y tapices del África, y ese influjo aparece en las muchas maravillas que dejó. La obra que dio origen al cubillo, Les demoiselles d’Avinyó (las señoritas de la calle de las putas, en Barcelona) brinda uno de los numerosos ejemplos. La cara más célebre del cuadro, la que más rompe la simetría tradicional, es la reproducción exacta de una máscara del Congo, que representa una cara deformada por la sífilis, expuesta en el Museo Real del África Central, en Bélgica.
Algunas cabezas talladas por Amadeo Modigliani son hermanas gemelas de más caras de Mali y Nigeria. Las franjas de signos de los tapices tradicionales de Mali sirvieron de modelo a las grafías de Paul Klee. Algunas de las tallas estilizadas del Congo o de Kenia, hechas antes de que Alberto Giacometti naciera, podrían pasar por obras de Alberto Giacometti en cualquier museo, y nadie se daría cuenta. Se podría jugar a las diferencias, y sería muy difícil adivinarlas, entre el óleo de Max Ernst, Cabeza de hombre, y la escultura en madera de la Costa de Marfil, Cabeza de un caballero, que pertenece a una colección privada de Nueva York. La Luz de luna en una ráfaga de viento, de Alexander Calder, contiene un rostro que el clon de una máscara luba, del Congo, ubicada en el Museo de Seattle.