La mar tiene muchas voces. la voz que este hombre ansía oír es la voz de su madre. Alza la cabeza, vuelve el rostro al aire gélido que entra por el golfo y prueba el sabor penetrante de su sal en los labios. La superficie del mar, de un lustroso azul plateado, se infla y refulge como una membrana que se estira hasta convertirse en una fina capa transparente donde en una ocasión, durante nueve ciclos lunares, había permanecido acurrucado en el sueño pretérito de la existencia, acunado y cómodo. Ahora se agacha sobre los guijarros que se acumulan en la orilla, apretando la túnica entre sus muslos. El mentón bajo, los hombros encorvados, atento.
A veces el golfo se encrespa. Sus voces retumban tanto en su cabeza que le parece estar en pie, inmóvil, en el fragor de la batalla, pero hoy, a la luz del amanecer, la superficie marina se asemeja a un lago. Pequeñas olas se deslizan hasta sus pies calzados con sandalias para después perderse con un repiqueteo cuando las piedras lisas quedan sueltas y sales rodando.
Nuestro hombre es un soldado, pero cuando no está combatiendo es agricultor y la tierra, su elemento. Sabe que algún día volverá a ella. Todos esos átomos que milagrosamente se congregan en el nacimiento para dar forma a estas mismas manos, se separarán y volverán a dispersarse, cada uno por su lado. Es hijo de la tierra. Pero toda su vida, en su otra naturaleza, se ha sentido atraído por el elemento materno, hacia lo que en todas sus formas, ora océano o lago, ora corriente, se muestra cambiante e incorpóreo, hacia aquello que, en un instante de calma, acepta el reflejo de un rostro, un árbol reverdeciente, pero que nada retiene y no puede ser en sí mismo retenido.
David MALOUF, Rescate, Libros del Asteroide, 2012 (Inicio)