martes, 30 de octubre de 2012

LO BELLO Y LO SINIESTRO


Cuando nos asomamos a un precipicio y miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer pensamiento es retroceder; alejarnos del peligro; pero, sin saber por qué, permanecemos inmóviles. Poco a poco, el malestar, el vértigo y el horror se confunden en un solo sentimiento vago, indefinible. Insensiblemente, esta nube toma forma como el vapor de la botella del genio de las Mil y una noches. Pero de nuestra nube se levanta, al borde del precipicio, cada vez más palpable, una sombra mil veces más terrible que ningún genio o demonio de la fábula, a pesar de no ser más que un pensamiento horrible, que hiela hasta la médula de los huesos, infiltrando hasta ella el feroz placer de su horror. Es sencillamente la curiosidad de saber qué sentiríamos durante el descenso, si cayésemos de semejante altura. Y precisamente por lo mismo que esta caída y horroroso anonadamiento llevan consigo la más terrible y odiosa de cuantas imágenes odiosas y terribles de la muerte y el sufrimiento podemos imaginarnos, la deseamos con mayor vehemencia aún. Y precisamente porque nuestra razón nos ordena apartarnos del abismo, por esto mismo nos acercamos a él con más ahínco. No existe pasión más diabólica en la Naturaleza que la del hombre que, estremeciéndose de terror ante la boca de un precipicio, siente que por su cerebro cruza la idea de arrojarse a él. Dejar libre el pensamiento, intentarlo siquiera en un solo momento, es perderse irremisiblemente; porque la reflexión nos manda abstenernos, y por eso mismo, repito, no podemos hacerlo. Si no hay un abrazo amigo que lo impida, o somos incapaces de hacer un esfuerzo repentino para huir lejos del abismo, nos arrojamos a él, somos perdidos.

Cuando examinamos estos actos y otros semejantes, encontraremos siempre que su única causa es el espíritu de perversidad, y que los perpetramos sólo porque conocemos que no debiéramos ejecutarlos.

Ni en unos ni en otros hay principio inteligible; de manera, pues, que, sin que nos expongamos a equivocarnos, podemos considerar esta perversidad como una instigación directa del demonio, salvo el caso extraordinario en que sirva para realizar el bien.


Edgar Allan Poe, “El demonio de la perversidad”,
en Historias extraordinarias.