Cuando
nos asomamos a un precipicio y miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo.
Nuestro primer pensamiento es retroceder; alejarnos del peligro; pero, sin
saber por qué, permanecemos inmóviles. Poco a poco, el malestar, el vértigo y
el horror se confunden en un solo sentimiento vago, indefinible.
Insensiblemente, esta nube toma forma como el vapor de la botella del genio de
las Mil y una noches. Pero de nuestra nube se levanta, al borde del precipicio,
cada vez más palpable, una sombra mil veces más terrible que ningún genio o
demonio de la fábula, a pesar de no ser más que un pensamiento horrible, que
hiela hasta la médula de los huesos, infiltrando hasta ella el feroz placer de
su horror. Es sencillamente la curiosidad de saber qué sentiríamos durante el
descenso, si cayésemos de semejante altura. Y precisamente por lo mismo que
esta caída y horroroso anonadamiento llevan consigo la más terrible y odiosa de
cuantas imágenes odiosas y terribles de la muerte y el sufrimiento podemos
imaginarnos, la deseamos con mayor vehemencia aún. Y precisamente porque
nuestra razón nos ordena apartarnos del abismo, por esto mismo nos acercamos a
él con más ahínco. No existe pasión más diabólica en la Naturaleza que la del
hombre que, estremeciéndose de terror ante la boca de un precipicio, siente que
por su cerebro cruza la idea de arrojarse a él. Dejar libre el pensamiento,
intentarlo siquiera en un solo momento, es perderse irremisiblemente; porque la
reflexión nos manda abstenernos, y por eso mismo, repito, no podemos hacerlo.
Si no hay un abrazo amigo que lo impida, o somos incapaces de hacer un esfuerzo
repentino para huir lejos del abismo, nos arrojamos a él, somos perdidos.
Cuando
examinamos estos actos y otros semejantes, encontraremos siempre que su única
causa es el espíritu de perversidad, y que los perpetramos sólo porque
conocemos que no debiéramos ejecutarlos.
Ni
en unos ni en otros hay principio inteligible; de manera, pues, que, sin que
nos expongamos a equivocarnos, podemos considerar esta perversidad como una
instigación directa del demonio, salvo el caso extraordinario en que sirva para
realizar el bien.
Edgar
Allan Poe, “El demonio de la perversidad”,
en
Historias extraordinarias.