Este
delicado sentimiento que ahora vamos a considerar es principalmente de dos
clases: el sentimiento de lo sublime y el de lo bello. La emoción es en ambos
agradable, pero de muy diferente modo. La vista de una montaña cuyas nevadas
cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa, o la
pintura del infierno por Milton producen agrado, pero unido a terror; en
cambio, la contemplación de campiñas floridas, valles con arroyos
serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando; la descripción del Eliseo o la
pintura del cinturón de Venus en Homero, proporciona también una sensación
agradable, pero alegre y sonriente. Para que aquella primera impresión ocurra
en nosotros con fuerza apropiada debemos tener un sentimiento de lo sublime;
para disfrutar bien la segunda es preciso un sentimiento de lo bello. Altas
encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado son sublimes; platabandas de
flores, setos bajos y árboles recortados en figuras son bellos.
La noche es sublime, el día es bello.
En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas
atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte las
naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco
arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo, de eternidad. El
brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo
sublime conmueve, lo bello encanta. La expresión del hombre dominado por el
sentimiento de lo sublime es seria; a veces fija y asombrada. Lo sublime
presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le acompaña cierto terror o
también melancolía; en algunos casos, meramente un asombro tranquilo, y en
otros, un sentimiento de belleza extendido sobre una disposición general
sublime. A lo primero denomino lo sublime terrorífico; a lo segundo, la noble,
y a lo último lo magnífico. Una soledad profunda es sublime, pero de naturaleza
terrorífica. De ahí que los grandes vastos desiertos, como el inmenso Chamo, en
la Tartaria, hayan sido siempre el escenario en que la imaginación ha visto
terribles sombras, duendes o fantasmas.
Lo sublime ha de ser siempre grande; lo
bello puede ser también pequeño. Lo sublime ha de ser sencillo; lo bello puede
estar engalanado. Una gran altura es tan sublime como una profundidad, pero a ésta
acompaña una sensación de estremecimiento y a aquella una de asombro; la
primera sensación es sublime, terrorífica, y la segunda, noble. La vista de las
pirámides egipcias impresiona, según Hamlquist refiere, mucho más de lo que por
cualquier descripción podemos representarnos; pero su arquitectura es sencilla
y noble. La iglesia de San Pedro, en Roma, es magnífica. En su traza, grande y
sencilla, ocupa tanto espacio la belleza –oro, mosaico– que a través de ella se
percibe la impresión de lo sublime, y el conjunto resulta magnífico. Un arsenal
debe ser sencillo; una residencia, regia, magnífica, y un palacio de recreo,
bello.
Un largo espacio de tiempo es sublime.
Si corresponde al pasado, resulta noble, si se le considera en un porvenir
incalculable, tiene algo de terrorífico. Un edificio de la más remota
antigüedad es venerable. La descripción hecha por Halles de la eternidad futura
infunde un suave terror; la de la eternidad pasada, un asombro inmóvil.
Inmanuel
Kant, Lo bello y lo sublime