Estudiando el desarrollo global
de la inteligencia humana en sus diversos ámbitos de actividad, desde su primer
y mas simple origen hasta nuestros días, creo haber descubierto una gran ley
fundamental, a la cual dicho desarrollo se sujeta con necesidad invariable. Esta
ley me parece sólidamente establecida, ya sea por las pruebas racionales
proporcionadas por el conocimiento de nuestra organización, sea por las
verificaciones históricas que resultan de un examen atento del pasado. Esta
ley consiste en que cada una de nuestras nociones principales, cada rama de
nuestros conocimientos, atraviesa sucesivamente por tres estadios teóricos
diferentes: el estadio teológico, 0 ficticio; el estadio metafísico
o abstracto; el estadio científico 0 positivo. En otros términos, el
espíritu humano, por su naturaleza, emplea sucesivamente en cada una de sus
investigaciones tres métodos de filosofar, cuyo carácter es esencialmente
diferente e incluso radicalmente opuesto: primero, el método teológico, luego
el método metafísico, y finalmente el método positivo. De ahí surgen tres
clases de filosofías o de sistemas generales acerca del
conjunto de los fenómenos que se excluyen mutuamente: la primera es el punto de
partida necesario de la inteligencia humana; la tercera es su estado fijo y
definitivo; la segunda está exclusivamente destinada a servir de tránsito.
En el
estadio teológico, el espíritu humano, dirigiendo esencialmente sus investigaciones
hacia la naturaleza íntima de los seres, las causas primeras y
finales de todos los efectos que le sorprenden, en una palabra, hacia los conocimientos
absolutos, se representa los fenómenos como productos de la
acción directa y continua de agentes sobrenaturales más o menos numerosos,
cuya intervención arbitraria explica todas las anomalías aparentes del
universo.
En el
estadio metafísico, que no es en el fondo más que una simple modificación
general del primero, los agentes sobrenaturales son sustituidos por fuerzas abstractas,
verdaderas entidades (abstracciones personificadas) inherentes a los diversos
seres del mundo, y concebidas como capaces de engendrar por ellas mismas todos
los fenómenos
observados, cuya explicación consiste entonces en asignar para cada uno la
entidad correspondiente.
En
fin, en el estado positivo, el espíritu humano, reconociendo la imposibilidad
de obtener nociones absolutas, renuncia a investigar el origen y la finalidad
del universo, y a conocer las causas intimas de los fenómenos, para atenerse únicamente
a descubrir, por el uso bien combinado del razonamiento y la observación, sus
leyes efectivas, es decir, sus relaciones invariables de sucesión y de
similitud. La explicación de los hechos, reducida entonces a sus
términos reales, no es a partir de entonces sino el lazo establecido entre los diversos
fenómenos particulares y algunos hechos generales, cuyo número tiende a
disminuir según progresa la ciencia.