La ventaja que le encuentro
a la ética de las virtudes o del carácter es que permite abordar un aspecto que
otras teorías éticas suelen pasar por alto: el de la motivación moral. Las
éticas de los principios y las éticas de las consecuencias –para referirme a la
división canónica de las éticas modernas– concentran su esfuerzo en formular y
fundamentar el deber ser, pero les preocupa poco que la realidad siga siendo
como es. Se refieren poco o nada a los motivos que llevan a las personas a
regirse por ellas o a no hacerlo, aun cuando los principios o las consecuencias
de lo que van a hacer les sean suficientemente conocidos. Lo que
tradicionalmente se ha llamado “debilidad de la voluntad”, saber y conocer
dónde está el bien y, sin embargo, escoger el mal, pone de manifiesto la
distancia real y constante entre la teoría y la práctica, (…).
Aún así, hablar en el siglo
XXI de la formación o educación del carácter –o de virtudes– no puede
significar lo mismo que en la época de Aristóteles. El filósofo griego no dudó
en establecer cómo debía ser el hombre para ser excelente, que carácter o qué ethos debía adquirir para ser como debía
ser (…). Hoy, el tema hay que abordarlo desde otras premisas, pues, desde la
Modernidad, se ha ido imponiendo como valor fundamental la libertad: libertad
del individuo para escoger cómo vivir de acuerdo con lo que cada cual considere
su bien. Nadie tiene derecho a imponer la noción de excelencia ni de felicidad,
ya lo dijo Kant.
Victoria CAMPS,
El gobierno de las emociones, (pag. 256-257)