Desde
dicha perspectiva, la filosófica y, en concreto, la de la filosofía práctica,
es desde la que me propongo abordar el tema. Desde Platón, y con hitos clásicos,
como el de Descartes, la filosofía ha pretendido contraponer la racionalidad al
sentimiento, dando por lo general preponderancia a la facultad racional sobre
la facultad desiderativa de la que nacen las pasiones, los afectos o las
emociones. El énfasis puesto en las emociones en la actualidad pretende
revertir o, cuando menos, matizar esa tendencia mostrando que es
simplista y
falsa. Lo hace, sin embargo, con el peligro de despreciar la función de la razón
o de quedarse en el nivel más superficial de lo emotivo. Mi hipótesis de
partida es que la ética no puede prescindir de la parte afectiva o emotiva del
ser humano porque una de sus tareas es, precisamente, poner orden, organizar y
dotar de sentido a los afectos y las emociones. La ética no ignora la
sensibilidad ni se empeña en reprimirla, lo que pretende es encauzarla en la
dirección apropiada. ¿Apropiada para qué? Para aprender a vivir, que es, al
mismo tiempo, aprender a convivir de la mejor manera posible. En el
encauzamiento de las emociones tiene una parte importante la facultad racional,
pero no para eliminar el afecto, sino para darle el sentido que conviene más a
la vida, tanto individual como colectiva. Con esta convicción de la ética de la
que parto y doy por buena no estoy descubriendo nada nuevo. Es la que propuso
Aristóteles, quien, por otra parte, fue el primer filósofo que se ocupó de
sistematizar la ética en una teoría de las virtudes.
Victoria CAMPS, El gobierno de las emociones,
Herder, Barcelona, 2012
(pags. 24-25)