¿Dónde se origina, pues, la capacidad humana de
considerar los asuntos en términos morales más que en términos puramente
prácticos? Comienza, tal vez, con la primera pregunta filosófica que todo el
mundo se plantea: “¿Qué debo hacer?”. Esto se debe a que la interacción con el
mundo y con los demás seres humanos comienza incluso antes de que se haya
adquirido la capacidad de andar y hablar, y ciertamente antes de que se pueda
hacer uso de la razón. Cuando el niño se da cuenta por primera vez de que
afronta una elección, tiene, consciente o inconscientemente, el primer encuentro
con un posible acto moral. Es de esperar que la base de esa primera elección
sea la satisfacción de sus deseos y necesidades. Más adelante, los intereses de
los demás serán experimentados como una limitación. Y tal vez, más tarde, se
dará cuenta de que existe un terreno específico de acción moral. La búsqueda de
la fuente de esta vida potencialmente moral y el intento de asentarla sobre
una base teórica segura proporcionan a la filosofía moral buena parte de su
esencia.
EI primer y principal modo de entender la moralidad
se basa en equipararla con un código de conducta establecido. Por ejemplo, los
Diez Mandamientos, el Sermón de la Montaña o la Sunna islámica. Las comunidades
humanas han formalizado los códigos morales desde sus orígenes, y la mayor
parte de las grandes religiones del mundo ofrecen sistemas éticos vivos a sus
seguidores. La etimología apoya la idea de equiparar la moralidad con este tipo
de códigos morales, pues tanto el término de ethos (la raíz griega de
“ética”) como el de mores (raíz latina de “moral”) están vinculados con
las costumbres y conductas.
Así, ¿debe la moralidad seguir ciegamente la tradición
dominante en un lugar y una época determinados? Parece que no, porque los
propios códigos morales pueden estar abiertos a críticas morales. Además, existen
ciertas certezas y convicciones que han superado la prueba del tiempo, y
también las del lugar y la cultura. La búsqueda de la moralidad es la búsqueda
de algo que tenga sustancia y categoría por derecho propio.
David PAPINEAU, Filosofía, Blume, Barcelona, 2008, pag.
134–135