Sea
como fuere, somos la única especie que hace cientos de miles de millones de
años ha colocado la cocina en el núcleo de su repertorio vital debido a todas
las ventajas ya mencionadas, con el añadido de que cocinar también mata las
bacterias e inactiva muchos venenos naturales, lo que se convirtió en una mayor
garantía de supervivencia. Una vez que empezamos a comer alimentos cocidos,
blandos y suaves, las mandíbulas y los dientes dejaron de ser necesarios para
mascar sin cesar y se volvieron más pequeños y delicados; esa es una de las
razones por las que, dejando a Arnold Schwarzenegger aparte, perdimos nuestro
aspecto simiesco. Además, a medida que avanzamos en el consumo de alimentos
cocinados, el tiempo necesario para su digestión se fue reduciendo, al igual
que la longitud de nuestro intestino. El sistema digestivo se acortó
consumiendo menos energía, que se pudo derivar a otras funciones provechosas,
como pensar, lo que se tradujo en un cerebro más grande. Es muy posible, además,
que el control del fuego, la cocción de los alimentos, el avance nutricional
que supuso y el ahorro de tiempo en la alimentación han permitido avanzar de
forma notable en la socialización, en la relación con los otros. Y es posible
que fuera entonces, alrededor de una hoguera y compartiendo una pata de ciervo,
cuando se empezaron a establecer vínculos sociales más intensos que dieron
lugar a los primeros gruñidos de amor. Las velas, el vino y la tarjeta VISA
llegaron más tarde.
Francisco Javier CUDEIRO MAZAIRA, Paladear con el cerebro,
Catara/CSIC,
Madrid, 2012 (pags. 29-30)