La diferencia esencial entre democracia y tiranía (o si se prefiere, entre democracia y dictadura) es la que viene de la relación que la una y la otra establecen con la verdad y la razón. Como el poder político no puede apoyarse descaradamente en la fuerza, el tirano pretende siempre justificar el suyo por referencia a una verdad única que quienes le combaten sólo pueden desconocer por ignorancia o malicia, sin que ahora importe mucho que esa apelación a su verdad sea cínica o sincera. El gobernante demócrata, por el contrario, no puede legitimar su poder por la superioridad intrínseca de su verdad frente a la de sus adversarios, sino sólo por ser circunstancialmente la verdad del más fuerte, la que ha logrado el apoyo de la mayoría. Pero, en contra de lo que a veces se dice, esta relativización de la verdad, esta tranquila aceptación del derecho del más fuerte, no es la renuncia a la razón, sino su triunfo. Justamente por partir del supuesto de que el procedimiento electoral es un modo civilizado y pacífico de imponerse por la fuerza, no de buscar la verdad, la democracia ha de aceptar que la de quienes triunfaron en las urnas vale tanto como la de quienes perdieron, que el debate entre esas verdades diversas sólo puede apoyarse en razones y que el eco de éstas en la sociedad ha de verificarse mediante elecciones periódicas.
La voluntad popular es una abstracción construida a partir de voluntades reales diversas e incluso opuestas. El pueblo no habla con una sola voz, sino con muchas, las razones de los unos y de los otros valen por lo que valen, lo mismo antes que después de unas elecciones, y en consecuencia, del resultado de éstas no se sigue que los vencidos deban renunciar a las suyas, o los vencedores hayan de aferrarse tercamente a las que les dieron el triunfo. Se puede tener razón y resultar derrotado, como se puede estar equivocado y triunfar. Si la mayoría acertara siempre, la historia de las democracias sería un interminable camino de perfección, y basta mirar en torno para percibir que no es así.
Franciso Rubio Llorente.
Fragmento del artículo “Derrotados pero no confundidos”, publicado en El País el 9 de junio de 2001
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