Érase una vez un extraño restaurante regentado por el Todopoderoso. Dios mandó llamar a un rabino para enseñarle el cielo y el infierno: “Te diré cómo es el infierno”, dijo el Señor mientras le acompañaba a una habitación en la que había una gran mesa redonda. En el centro de la mesa había una gran olla llena de comida, pero la gente sentada alrededor estaba hambrienta y desesperada. Los comensales sólo disponían de unas cucharas muy largas para poder comer y no estaban dispuestos a colaborar entre ellos para alcanzar los alimentos, l0 cual hacía imposible alimentarse. El rabino pudo constatar como su sufrimiento era terrible. “Ahora te enseñaré el cielo”, dijo Dios, y fueron a otro comedor que reproducía exactamente la misma escena con una sustancial diferencia: las personas que estaban allí estaban carnosas y satisfechas porque habían aprendido a alimentarse las unas a las otras cogiendo las cucharas por turnos y colaborando mutuamente...
Esta fábula judía presenta el paraíso como un intercambio continuado mediante las relaciones que establecemos con nuestros semejantes. Una colaboración estable que sólo encontramos en la sociedad. El tormento más cruel que podemos imaginar es vivir al lado de otras personas sin establecer ningún tipo de relación.
Que el hombre es un animal que establece relaciones es algo que no discute nadie. Ni el mismo Aristóteles, que fue el primero en definir a los seres humanos como animales sociales por naturaleza: la imposibilidad de una educación sin socialización, la necesidad de afecto y contacto humano o la misma naturaleza gregaria de nuestra especie lleva a este sabio clásico a este convencimiento. Las personas, como miembros de la especie animal –como también constató el fundador del Liceo con sus amplios estudios naturalistas– necesitamos continuamente el contacto y la colaboración de los demás.
Todas las células provienen de otras células, no pueden nacer de otra forma. Nuestra interdependencia biológica es primaria y puede explicar también las ganas y la necesidad de vivir en colectivos. La existencia de todo organismo, por pequeño que sea, depende estrechamente de la vida de las otras células del tejido que conforman. La mayoría de los animales y plantas –salvo algunas arañas y peces– viven en asociaciones, manadas, pandillas, grupos, colonias o sociedades. Los hombres, como los gusanos o las hormigas, también tenemos una tendencia justificada a formar colectividades. Con muy pocas excepciones, ningún individuo evita el contacto con sus semejantes.
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TEXTO EXTRAÍDO DE:
Josep Muñoz Redon, El libro de las preguntas desconcertantes, Paidós, Barcelona, 1999