Hay una notable paradoja propia del conocimiento político; que
siendo un saber inferior en cuanto tal saber científico, resulta sin embargo
exigible de todos los sujetos. En términos aristotélicos el conocimiento
teórico, al tratar de objetos sometidos a la necesidad de lo que sucede siempre
de la misma manera, aspira a ser riguroso, demostrativo, universal y verdadero.
El conocimiento práctico, por el contrario, al referirse a la acción humana y
por tanto a las cosas que dependen de nuestra libertad, tendrá que ser
impreciso, sólo aproximado con un alcance particular, persuasivo y más o menos
verosímil. Y es que, como sus objetos pueden ser de esta manera o de la otra
según convenga al individuo o a su comunidad, puesto que en definitiva por
ellos buscamos saber cómo y cuándo actuar…, este conocimiento se dirige a
delimitar opciones, nutrir la deliberación y, a fin de cuentas, fundar una
elección o justificar una decisión. Por medio de aquel conocimiento teórico
cabe dar con algunas certezas, mientras que en el práctico (es decir, ético o
político) nos movemos siempre entre opiniones más o menos provisionales. Y, con
todo, existen varias razones por las que este último conocimiento de lo libre o
no necesario resulta el más imprescindible para cada individuo y su comunidad
Aurelio
ARTETA (ed.), El saber del ciudadano, Alianza, Madrid, 2008 (pags. 35–36)