Los
dos grandes protagonistas del torneo político moderno [son] el individuo y el
Estado. Hablo en singular; aunque ni que decir tiene que el individuo son
siempre los individuos y que no hay Estado sino estados (…). O sea que cada
individuo lleva mucho del estado dentro de sí (ni siquiera podría concebirse su
personalidad política si no hubiese Estado ante el que reivindicarla) y el
Estado, por su parte, no es una especie de entidad sobrehumana caída del cielo
(o brotada del infierno) sino que está formada por individuos y no tiene otro
poder que el recibido por múltiples decisiones individuales. Sin embargo, lo
habitual es que cada una de las partes hable de la otra como su pero enemigo y
le achaque todos los males de la sociedad: el individuo se queja de la opresión
y de la arbitrariedad del Estado, mientras que el Estado atribuye a la
desobediencia y el egoísmo de los individuos todos los desastres políticos.
¿Qué
significan, entonces, estos dos personajes contrapuestos, aparentemente
enemigos irreductibles pero en realidad cómplices secretos? En primer lugar,
son el resultado del proceso histórico modernizador de las comunidades humanas.
Las
primeras agrupaciones sociales tenían sus fundamentos operativos muy próximos a
la naturaleza: su modelo era el de las relaciones familiares entre padres e
hijos, la jefatura venía impuesta por la fuerza física, solía transmitirse
genealógicamente, etc. (…). Además, el grupo –el clan, la tribu, el pueblo, como
quieras llamarle– eran lo único que verdaderamente importaba y los miembros no
tenían peso propio sino integrados en el conjunto: una vez rota su filiación o
su contacto con el todo del que formaban parte se perdían (…).
Después
aparecieron sociedades en las que un solo individuo o unos pocos adquirían
enorme relevancia, sea como reyes de condición casi divina o como sacerdotes
capaces de interpretar la voluntad inapelable de los dioses: fue entonces el
grupo el que se identificó sumisamente con ellos, en lugar de ser ellos los que
se identificaban por su pertenencia al grupo. Y luego los griegos inventaron la
democracia (…).
Cada
uno de estos pasos que te esbozo con simplificación casi caricaturesca apuntan
en la misma dirección: cada vez menos naturaleza y más artificio (…). De la
asociación humana semi–naturalista vamos a la sociedad como obra de arte, como
invento descarado de la voluntad y el ingenio humanos.
Las
antiguas estructuras sociales limitaban bastante las iniciativas individuales,
pero en cambio gozaban de la solidez unánime de lo que no se pone en cuestión:
todos somos uno. La modernización concede cada vez más importancia a lo que
piensa, opina y reclama cada individuo, pero debilitando inevitablemente la
unanimidad comunitaria: cada cual sigue siendo uno dentro del todo.
Fernando Savater, Política para Amador