lunes, 14 de mayo de 2012

LA DEMOCRACIA


La democracia nos educa de una cierta manera. El hecho de su existencia continuada obliga a la ciudadanía a percibir el mundo de un modo distinto al que es visto en otras situaciones políticas. La pobreza, por ejemplo, solía entenderse bajo un régimen feudal o en un viejo imperio preindustrial como castigo de Dios, fruto de un pecado original o como una inevitable fatalidad del destino, o como consecuencia de algún vicio, como la pereza. (A veces, como las tres cosas a la vez). Más tarde, en pleno desarrollo capitalista e industrial primerizo había ideólogos que sostenían que la diligencia, la vida virtuosa, el trabajo duro, el ahorro, podían arrancar a cualquiera de la miseria. Sin duda unos pocos (entonces y ahora) lograban salirse de su desdichada condición a fuerza de sacrificios y practicar esa heroica recomendación, pero era (y es) insostenible afirmar que la gente en su inmensa mayoría tenga la culpa o sea responsable de las fuerzas anónimas que se abaten sobre ella.

En contraste con estas creencias trasnochadas nos encontramos con que, en las democracias verdaderamente modernas, tirios y troyanos (conservadores y radicales) definen la miseria, la desocupación, la inferioridad de mujeres frente a hombres, la desigualdad de oportunidades educativas, y tantos otros rasgos en los que unos pierden y otros ganan sin tener en ello arte ni parte, como males que merecen solución. Es decir, como problemas. Surge también, en torno a ellos, una suerte de consenso: son identificados por la inmensa mayoría como  escollos que superar. El acuerdo sobre contenidos puede extenderse a otros campos que no sean el de identificar males, sino el definir objetivos comunes, como sucede con el deseo de mayor prosperidad colectiva para una nación, o el incremento de su poderío. En todos estos casos la democracia ha educado a la mayoría de quienes moran en ella a ver los problemas, dificultades y aspiraciones con los que se enfrenta la comunidad como situaciones que no dependen de la fatalidad sino de nuestra voluntad. Tienen solución. Nuestra tarea, como agentes racionales que somos, es hallarla y ponerla luego en práctica a través de la legislación, la actividad gubernamental y otras medidas de origen político, amén de lo que podamos hacer cada cual formando libremente nuestras asociaciones o movimientos cívicos, o trabajando con ahínco. La democracia la difunde la convicción de que el mundo depende, en gran medida, de nosotros mismos.


Salvador GINER, Carta sobre la democracia.