La democracia nos educa de una cierta manera.
El hecho de su existencia continuada obliga a la ciudadanía a percibir el mundo
de un modo distinto al que es visto en otras situaciones políticas. La pobreza,
por ejemplo, solía entenderse bajo un régimen feudal o en un viejo imperio
preindustrial como castigo de Dios, fruto de un pecado original o como una
inevitable fatalidad del destino, o como consecuencia de algún vicio, como la
pereza. (A veces, como las tres cosas a la vez). Más tarde, en pleno desarrollo
capitalista e industrial primerizo había ideólogos que sostenían que la
diligencia, la vida virtuosa, el trabajo duro, el ahorro, podían arrancar a
cualquiera de la miseria. Sin duda unos pocos (entonces y ahora) lograban
salirse de su desdichada condición a fuerza de sacrificios y practicar esa
heroica recomendación, pero era (y es) insostenible afirmar que la gente en su
inmensa mayoría tenga la culpa o sea responsable de las fuerzas anónimas que se
abaten sobre ella.
En contraste con estas creencias trasnochadas
nos encontramos con que, en las democracias verdaderamente modernas, tirios y
troyanos (conservadores y radicales) definen la miseria, la desocupación, la
inferioridad de mujeres frente a hombres, la desigualdad de oportunidades
educativas, y tantos otros rasgos en los que unos pierden y otros ganan sin
tener en ello arte ni parte, como males que merecen solución. Es decir, como
problemas. Surge también, en torno a ellos, una suerte de consenso: son
identificados por la inmensa mayoría como
escollos que superar. El acuerdo sobre contenidos puede extenderse a
otros campos que no sean el de identificar males, sino el definir objetivos
comunes, como sucede con el deseo de mayor prosperidad colectiva para una
nación, o el incremento de su poderío. En todos estos casos la democracia ha
educado a la mayoría de quienes moran en ella a ver los problemas, dificultades
y aspiraciones con los que se enfrenta la comunidad como situaciones que no
dependen de la fatalidad sino de nuestra voluntad. Tienen solución. Nuestra
tarea, como agentes racionales que somos, es hallarla y ponerla luego en
práctica a través de la legislación, la actividad gubernamental y otras medidas
de origen político, amén de lo que podamos hacer cada cual formando libremente
nuestras asociaciones o movimientos cívicos, o trabajando con ahínco. La
democracia la difunde la convicción de que el mundo depende, en gran medida, de
nosotros mismos.
Salvador GINER, Carta sobre la democracia.