La polis se
diferenciaba de la familia en que aquélla sólo conocía “iguales”, mientras que
la segunda era el centro de las más estricta desigualdad. Ser libre significaba
no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no
mandar sobre nadie, es decir, no gobernar ni ser gobernado. Así pues, dentro de
la esfera doméstica, la libertad no existía, ya que al cabeza de familia sólo
se le consideraba libre en cuanto que tenía la facultad de abandonar el hogar y
entra en la esfera política, donde todos eran iguales. Ni que decir tiene que
esta igualdad tiene muy poco en común con nuestro concepto de igualdad:
significaba vivir y tratar sólo entre pares, lo que presuponía la existencia de
“desiguales” que, naturalmente, siempre constituían la mayoría de la población
en la ciudad–estado. Por lo tanto, la igualdad, lejos de estar relacionada con
la justicia, como en los tiempos modernos, era la esencia de la propia
libertad: ser libre era serlo de la desigualdad presente en la gobernación y moverse
en la esfera en la que no existían gobernantes ni gobernados.
Hanna Arendt, La condición humana