Ha
aparecido, por tanto, la idea de la curiosidad. La curiosidad, además, no es un
mero accidente. La conciencia nos lleva a la pregunta, a la admiración, a ser
curiosos. En un célebre libro, producto de unas clases suyas, el filósofo
Heidegger afirmaba, con ese tono evocativo que caracteriza el romanticismo
teutón, que uno comienza a filosofar siendo ya filósofo. ¿Qué es lo que quería
decir? Expuesto de una manera un tanto tosca, lo que Heidegger defendía era
que, precisamente porque uno se encuentra dentro de los problemas de la
filosofía, sabe ya de alguna manera en qué consiste. En efecto, sólo porque uno
ha sufrido, ha gozado, se ha preguntado por el modo más adecuado de convivencia
o ha llorado ante la muerte, puede interrogarse también por la filosofía,
porque ésta se enfrenta al dolor, a la felicidad, a la justicia o al sentido
último, si es que lo tiene, del vivir humano. La filosofía, en consecuencia, no
inventa nada, sino que codifica lo que todos, por el mero hecho de estar
erguidos y utilizar el cerebro, nos preguntamos.
Javier SÁDABA, La filosofía contada con sencillez,
MAEVA, Madrid, 2002
(pag. 10-11) ▶