“Uno de los múltiples
relatos acerca del origen del ser humano, aquél que se incluye en la Biblia,
concede una gran importancia en tan delicado asunto a un hueso. En efecto, en
el Génesis se lee: “Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el
hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío
con carne. De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó a la
mujer”.
Los más modernos descubrimientos científicos
sobre el origen y la evolución de la especie humana coinciden con el relato bíblico
al señalar que fue un hueso el que tuvo la mayor responsabilidad a la hora de
convertirnos en lo que hoy somos. Pero la ciencia y la creencia difieren en dos
aspectos fundamentales: el tipo de hueso y el sexo del portador de la pieza.
Para la Biblia fue la costilla de Adán; para la ciencia, la cadera de Eva.
Es indudable que la característica que
nos hace humanos es nuestro cerebro: una poderosa estructura de gran
complejidad y de un tamaño desmesurado en proporción al cuerpo que lo sustenta.
Los más recientes avances de la ciencia sugieren que todos los grandes hitos evolutivos,
los cambios cruciales que permitieron ese salto gigantesco desde un cerebro de cuatrocientos
centímetros cúbicos hasta otro de mil trescientos centímetros cúbicos, con todo
lo positivo y negativo que esto conlleva, tuvieron lugar sobre el organismo de
la hembra de la especie y, sobre todo, en relación con la evolución de su
cadera. En efecto, de nada hubieran servido las prodigiosas contribuciones morfológicas,
neuroendocrinas y metabólicas que lograron construir a lo largo de millones de
años de evolución nuestro gran cerebro si, paralelamente, no hubiera
evolucionado una cadera capaz de parir el enorme cráneo que lo contiene”.
José Enrique
CAMPILLO ÁLVAREZ, La cadera de Eva,
Ares y Mares, 2005,
(pags. 11—12)