A
modo de homenaje a los pintores impresionistas, Proust introdujo uno en su
novela, el ficticio Elstir, que posee características de Renoir, Degas y Manet.
En la población costera de Balbec, el narrador Proust visita el estudio de
Elstir y allí encuentra lienzos que, como el Le Havre de Monet, desafían el
entendimiento ortodoxo del aspecto de las cosas. En las marinas de Elstir no
existe una demarcación nítida entre el mar y el cielo; el cielo parece el mar,
el mar parece el cielo. En un cuadro que representa la ensenada de Carquethuit,
un barco que se encuentra en alta mar parece navegar por el centro mismo de la
población; las mujeres que recogen marisco entre las rocas dan la impresión de
hallarse en una gruta marina semioculta por los barcos y las olas, y un grupo
de veraneantes en un bote de remos parece estar en un cabriolé que sube por
entre los campos bañados por el sol y baja por los trechos en sombra.
Elstir
no está probando suerte con el surrealismo. Si su obra parece insólita es
porque intenta pintar algo de lo que en realidad vemos cuando miramos
alrededor, en lugar de pintar lo que sabemos que vemos. Sabemos que los barcos
no navegan por el centro de las poblaciones, pero a veces podemos tener esa
impresión cuando observamos un barco ante el telón de fondo de un puerto, con
una luz determinada y desde un determinado ángulo. Sabemos que existe una
demarcación entre el mar y el cielo, y si bien en ocasiones resulta muy difícil
precisar a cuál de los dos corresponde esa franja de color añil, la confusión sólo
dura hasta que nuestro raciocinio restablece entre ambos elementos la distinción
que faltaba en una primera mirada. El logro de Elstir consiste en adherirse a
ese embrollo inicial y en plasmar una impresión visual antes de que sea
desmentida por lo que sabe.
Alain
de BOTTON, Cómo
cambiar tu vida con Proust,
RBA, Barcelona 2012 (pags. 116-117)