La
democracia tiene que ser enseñada, porque no es natural, porque va en contra de
inclinaciones muy arraigadas en los seres humanos. Lo natural no es la igualdad
sino el dominio de los fuertes sobre los débiles. Lo natural es el clan
familiar y la tribu, los lazos de sangre, el recelo hacia los forasteros,
el
apego a lo conocido, el rechazo de quien habla otra lengua o tiene otro color
de pelo o de piel. Y la tendencia infantil y adolescente a poner las propias
apetencias por encima de todo, sin reparar en las consecuencias que puedan
tener para los otros, es tan poderosa que hacen falta muchos años de constante
educación para corregirla. Lo natural es exigir límites a los demás y no aceptarlos en uno mismo. Creerse uno el centro del mundo es tan natural como creer que la
Tierra ocupa el centro del universo y que el Sol gira alrededor de ella. El
prejuicio es mucho más natural que la vocación sincera de saber. Lo natural es
la barbarie, no la civilización, el grito y el puñetazo y no el argumento
persuasivo, la fruición inmediata y no el empeño a largo plazo. Lo natural es
que haya señores y súbditos, no ciudadanos que delegan en otros, temporalmente
y bajo estrictas condiciones, el ejercicio de la soberanía y la administración
del bien común. Lo natural es la ignorancia: no hay aprendizaje que no requiera
un esfuerzo y que no tarde en dar fruto. Y si la democracia no se enseña con
paciencia y dedicación y no se aprende con la práctica cotidiana, sus grandes
principios quedan en el vacío o sirven como pantalla a la corrupción y a la
demagogia.
Antonio MUÑOZ MOLINA, Todo lo que era sólido,
Seix Barral, Barcelona, 2013, pag. 102-103
Seix Barral, Barcelona, 2013, pag. 102-103