A los
animales (...) les basta vivir. Porque su existencia se
desliza armoniosamente con las
necesidades atávicas. Y al pájaro le basta con algunas semillitas o gusanos, un árbol donde construir su nido,
grandes espacios para volar; y su
vida transcurre desde su nacimiento hasta su muerte en un venturoso ritmo que
no es desgarrado jamás ni por
la desesperación metafísica ni por la locura.
Mientras
que el hombre, al levantarse sobre las dos patas traseras y al convertir en un hacha la primera piedra filosa, instituyó las bases
de su grandeza pero también los orígenes de su angustia; porque con sus manos y
con los instrumentos hechos con sus
manos iba a erigir esa construcción tan potente y extraña que se llama cultura e iba a iniciar así su gran desgarramiento, ya
que habrá dejado de ser un simple animal pero no habrá llegado a ser el dios
que el espíritu le sugiera. Será ese ser dual y desgraciado que se muere
y vive entre la tierra de los
animales y el cielo de los
dioses, que habrá perdido el paraíso terrenal de su inocencia y no habrá ganado el paraíso celeste de su
redención. Ese ser dolorido y enfermo
del espíritu que se preguntará,
por primera vez, el por qué de su existencia. Y así las manos, y luego el hacha, aquel fuego, y luego la ciencia y la técnica habrán ido cavando cada día más
el abismo que lo separa de su raza originaria y de su felicidad zoológica.
Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas.