La
idea contemporánea de trabajo no aparecería realmente hasta la llegada del
capitalismo fabril. Hasta entonces, es decir, hasta el siglo XVIII, el término
“trabajo” (labour, Arbeit, lavoro, trabai)
designaba el esfuerzo de los siervos y los jornaleros que producían los bienes
de consumo o los bienes necesarios para la vida que exigían ser renovados, día
tras día, sin dejar nunca de obtenerlos. Los artesanos, en cambio, que
fabricaban objetos duraderos, acumulables, que, con la mayor frecuencia, sus
compradores legaban a su posteridad, no “trabajaban”, “obraban”, y en su “obra”
podían utilizar el trabajo de azacanes
destinados a desempeñar las tareas rudimentarias, poco cualificadas. Únicamente
los jornaleros y los peones eran pagados por su “trabajo”; los artesanos se
hacían pagar por su “obra” según un baremo fijado por esos sindicatos
profesionales que eran las corporaciones y las guildas. Éstas proscribían
severamente toda innovación y toda forma de competencia. Las técnicas o las
máquinas nuevas tenían que ser aprobadas, en Francia, en el siglo XVII, por un
consejo de ancianos del que formaban parte cuatro mercaderes y cuatro
tejedores, y luego autorizados por los jueces. Los salarios de los jornaleros y
de los aprendices eran fijados por la corporación y no había ninguna
posibilidad de que fuesen negociados.
André GORZ, Metamorfosis del trabajo