Por muy poderosa que sea nuestra tecnología y muy complejas nuestras
empresas, puede que al final el rasgo más característico del mundo laboral
moderno sea interno, y consista en un aspecto de nuestra mente: la creencia
ampliamente extendida de que el trabajo debería hacernos felices. Todas las
sociedades han puesto el trabajo en el centro; la nuestra es la primera en
sugerir que podría ser algo más que un castigo o una penitencia. Es la primera
en insinuar que deberíamos tratar de trabajar aun cuando no hubiera una
necesidad económica. La elección de un trabajo define nuestra identidad, hasta
el punto de que la pregunta mas frecuente que hacemos a alguien que acabamos de
conocer no es de donde procede o quienes fueron sus padres, sino qué hace,
dando por supuesto que el camino hacia una existencia con sentido, debe pasar,
forzosamente, por la puerta del trabajo remunerado.
No siempre fue así. En el siglo IV antes de Cristo, Aristóteles determinó
una actitud que iba a durar más de dos milenios al referirse a la
incompatibilidad estructural entre la satisfacción y un cargo remunerado. Para
el filósofo griego, la necesidad económica ponía a las personas al mismo nivel
que los esclavos y los animales. El trabajo manual, así como las facetas
mercantiles de la mente, conducirían a una deformación psicológica. Solo una
renta personal y una vida con tiempo libre podían ofrecer a los ciudadanos un
ambiente adecuado para disfrutar de los más elevados placeres que
proporcionaban la música y la filosofía.
Los primeros cristianos añadieron a la idea de Aristóteles la doctrina aún
más oscura de que las miserias del trabajo eran los medios apropiados e
inamovibles para expiar los pecados de Adán. Solo a partir del Renacimiento
empezaron a oírse nuevas voces. En las biografías de los grandes artistas, de
hombres como Leonardo o Miguel Ángel, encontramos las primeras alusiones a las
glorias de la actividad práctica. Aunque esta revalorización estaba al
principio limitada al trabajo artístico e, incluso en este caso, solo a sus más
elevados ejemplos, con el tiempo llegó a abarcar casi todas las profesiones. A
mediados del siglo XVIII, en un desafío directo a la postura aristotélica,
Diderot y D'Alembert publicaron la Encyclopedie de veintisiete tomos,
llena de entradas que ensalzaban el genio y la alegría que caracterizan
actividades como hornear pan, plantar espárragos, poner en funcionamiento un
molino, forjar un ancla, imprimir un libro y administrar una mina de plata.
Acompañaban a los textos ilustraciones de las herramientas empleadas para
llevar a cabo esas tareas, entre ellas, poleas, pinzas y abrazaderas,
instrumentos cuya función precisa tal vez los lectores no siempre entendieran,
pero comprendían que tales utensilios promovían la consecución de fines hábiles
y dignos. Después de pasar un mes en un taller de Normandía donde se fabricaban
agujas, el escritor Alexander Deleyre creó el que quizá sea el artículo más
prestigioso de la Encyclopedie, en el que respetuosamente describe los
quince pasos requeridos para transformar un trozo de metal en uno de esos
instrumentos escurridizos que suelen pasar inadvertidos, con los que se cosen
botones.
Con el propósito de ser un sobrio compendio del conocimiento, la Encyclopedie
fue de hecho un encomio de la nobleza del trabajo. Diderot expuso
claramente sus motivos en la entrada «Arte», fustigando a aquellos que tendían
a venerar solo las artes «liberales» (la música y la filosofía de Aristóteles)
mientras ignoraban sus equivalentes «mecánicos» (como la fabricación de relojes
y el tejido de la seda): «Las artes liberales han cantado su propia alabanza
durante suficiente tiempo; ahora deberían alzar la voz para alabar las artes
mecánicas. Las artes liberales deben rescatar a las artes mecánicas de la
degradación en la que se han mantenido durante tanto tiempo por prejuicio».
Los pensadores burgueses del siglo XVIII dieron la vuelta a la fórmula de
Aristóteles: las satisfacciones que los filósofos griegos habían identificado con
el tiempo libre se trasladaban ahora al ámbito del trabajo, mientras que a las
tareas sin retribución económica se las despojaba de todo significado y se las
relegaba a la atención caprichosa de decadentes diletantes. Entonces pareció
tan imposible que se pudiera ser feliz e improductivo como antes había parecido
inverosímil que se pudiera trabajar y ser humano.
Algunos aspectos de esta evolución en la actitud respecto al trabajo tienen
fascinantes parangones con las ideas sobre el amor. También en este ámbito, la
burguesía del siglo XVIII aunaba lo placentero y lo necesario. Argumentaban que
no había conflicto inherente entre la pasión sexual y las exigencias prácticas
de la crianza de los hijos, y que por lo tanto podía haber romanticismo en el
matrimonio, del mismo modo que se podía disfrutar con un trabajo asalariado.
Al iniciar la burguesía europea una evolución de la que todavía somos herederos,
dio los pasos cruciales para considerar un placer tanto el trabajo como el
matrimonio, algo que hasta entonces de forma pesimista -o quizá realista-, la
aristocracia había reservado solo a los reinos del enredo amoroso y el
entretenimiento.
Alain de Botton, Miserias y
esplendores del trabajo, Lumen, 2011 (págs. 104-107)