Contemporáneo de los sofistas, Sócrates rechaza su relativismo. Frente a ellos Sócrates representa en la historia de la filosofía el intento de establecer criterios racionales para distinguir la verdadera virtud de la mera apariencia de virtud, y la búsqueda de unos principios universales válidos para todas las sociedades.
Nacida en la década de 1970, de la mano entre otros de Jürgen HABERMAS (n. 1929), la ética del discurso propone encarnar en la sociedad los valores de la libertad, justicia y solidaridad a través del diálogo, como único procedimiento capaz de respetar la individualidad de las personas y, a la vez, su innegable dimensión solidaria, porque en un diálogo hemos de contar con personas, pero también con la relación que entre ellas existe y que, para ser humana, debe ser justa. Este diálogo nos permitirá poner en cuestión las normas vigentes en una sociedad y distinguir cuáles son moralmente válidas, porque creemos realmente que humanizan.
Obviamente, no cualquier forma de diálogo nos llevará a distinguir lo socialmente vigente de lo moralmente válido. Por eso la ética discursiva intentará presentar el procedimiento dialógico adecuado para alcanzar esa meta, y mostrar cómo debería funcionar en los distintos ámbitos de la vida social. Y para ello organiza su tarea en dos partes: una dedicada a la fundamentación (al descubrimiento del principio ético), y otra a la aplicación del mismo a la vida cotidiana.
Para fundamentar la ética se parte del hecho de que las personas argumentamos sobre normas y nos interesamos por averiguar cuáles son moralmente correctas. Y en esa argumentación podemos adoptar dos actitudes: 1) discutir por discutir, sin deseo alguno de averiguar si nos podemos entender; 2) tomar el diálogo en serio, porque nos preocupa el problemas y queremos saber si podemos entendernos. La primera actitud convierte el diálogo en absurdo; la segunda hace que el diálogo tenga sentido, como una búsqueda cooperativa de la justicia.
La ética discursiva se esfuerza en descubrir los presupuestos que hacen racional la argumentación, los que hacen de ella una actividad con sentido. Y en esa búsqueda, llega a la conclusión de que cualquiera que pretenda argumentar en serio sobre normas tiene que presuponer:
● Que todos los seres capaces de comunicarse son interlocutores válidos, y que por tanto todos aquellos afectados por una norma deben ser tenidos en cuenta y deben poder defender sus intereses.
● Que no cualquier diálogo es válido, sino sólo aquel que se realice en condiciones de simetría entre los interlocutores.
● Por último, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados por ella están de acuerdo en darle su consentimiento, porque satisface, no a un grupo o a un individuo, sino intereses universalizables.
Naturalmente, el discurso que acabamos de describir es un discurso ideal, bastante distinto de los diálogos reales, que suelen darse en condiciones de asimetría y coacción, y en los que los participantes buscan satisfacer intereses individuales o de grupo. Por ello, a la hora de aplicar los principios de la ética discursiva a la vida cotidiana, de lo que se trata es de presuponer que ese discurso ideal es posible y necesario. De manera que esa situación ideal de habla se utiliza como una meta para nuestros diálogos reales, y un criterio para criticarlos cuando no se ajustan al ideal.
Las decisiones moralmente correctas serán, por tanto, no las que se tomen por mayoría, sino aquellas en que todos y cada uno de los afectados están dispuestos a dar su consentimiento, porque satisfacen intereses universalizables.
BIBLIOGRAFÍA:
– Adela CORTINA y Emilio MARTÍNEZ, Ética, Akal, Madrid, 1996
También en PDF: Habermas: las éticas dialógicas
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